04 noviembre 2009

[Cómo vivir en una ciudad sin morir antes de tiempo] 1. Ikea



Con esta magnífica foto comienzo hoy una serie de entradas que me salen del alma y que van a estar dedicadas a cómo sobrevivir en la ciudad sin llegar a sufrir crisis nerviosas. Hace pocos días alquilé un piso en Sevilla para establecer en él, durante el próximo año, mi base de operaciones. Está en muy buena zona, céntrica y trendy, en pleno meollo del ambiente vanguardista y cerca de todos los locales de moda de la ciudad. El piso, de poco más de diez años y con garaje en el sótano para guardar mi coche, está medio vacío y poco a poco tendré que ir equipándolo con cosas más o menos necesarias como, así a bote pronto, un tendedero o un cesto para la ropa sucia.

En los últimos meses me he dado cuenta de que hay gente que ha vivido en ciudades grandes desde que nacieron y llevan el aceleramiento dentro del cuerpo sin darse cuenta. Es muy complicado recuperarlos para la causa, así que desisto con ellos. Si es vuestro caso, podéis pasar a otro artículo de mi blog o, mejor, cerrar ya esta página y dirigiros a tuenti, facebook o la página del metro; seguro que todas ellas son más útiles para vuestra vida que leer las tonterías de una persona que ha decidido vivir el día a día más despacio de lo que nos imponen.

Para los demás, sobre todo para la gente de pueblos y ciudades pequeñas que se enfrentan a la vida en una ciudad grande, paso a reflexionar sobre mis movidas... o, mejor dicho, sobre mis paradas. Allá va la primera entrega de "Cómo vivir en ciudad sin morir antes de tiempo".

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1. Ikea: esa cueva de las maravillas inventada por Lucifer para romper parejas y familias.

A todo el mundo le resulta agradable recibir en el buzón el catálogo de Ikea para el año próximo. Cada agosto, un ejército de repartidores recorre las calles de las ciudades que han dado un paso al futuro de la decoración doméstica. Mucha gente, esos desgraciados que viven lejos de estos centros posmodernos de uniformización, se baja el libro de internet o lo compra en los quioscos. En realidad, el catálogo es como un folleto de la cueva de las maravillas o como aquellos folletos de treinta y tantas páginas que nos daban de pequeños en las jugueterías bien entrado el otoño para que fuéramos pensando en qué pedir a los reyes magos con antelación. De hecho, la propia web nos permite redactar e imprimir la lista de la compra, un documento que para cualquier adulto cumple la misma función que la carta a los reyes que cualquier niño escribe allá por noviembre.

Ikea ha conseguido, con su imagen moderna, colorista y llena de orden nórdico, una acogida sin precedentes en cada ciudad en la que ha aterrizado. Todos soñamos con tener una casa como las de los catálogos, con los colores combinados con imaginación y alegría, con cada cosa en su sitio y, además, alcanzar este cielo doméstico por poco dinero. Las visitas a las tiendas se convierten, nada más entrar, en la realización de ese sueño celestial: tenemos que subir siempre unas escaleras para ascender a las alturas y llegar al inicio de un recorrido por el paraíso. Cada rincón, cada recreación de una casa –da igual que sea de un minipiso de treinta metros cuadrados o de un salón de sesenta– nos acoge como si hubiéramos nacido en ellos.

Sin embargo, si nos fijamos, detectaremos enseguida ciertos síntomas de que, como en el paraíso original, el dios sueco nos va a castigar con el infierno si osamos coger cualquier cosa indebida, de esas que no se pueden tocar en la planta alta. Hay un camino que, cual cañada real, nos guía por la tienda sin dejarnos escapar. A lo largo de todo este camino se va acumulando cierta tensión que se muestra de maneras diversas: apuntando de manera compulsiva cosas en la lista de la compra, perdiendo a los acompañantes en cualquier esquina o reaccionando con cierta tirantez y mala gana a las recomendaciones o propuestas de compra que nos hace nuestro acompañante (ya os aviso, y no soy el único que lo dice: es un gran error ir en pareja a Ikea).

Bajar a la planta de abajo es como bajar a los nueve círculos del infierno. Cada sección se convierte en el lugar de castigo para los pecadores-compradores. No es extraño (admitidlo, todos lo habéis visto) encontrar a novios discutiendo, madres riñendo a los hijos, gritos de "¡Voy a matar a mi hija!" como los que escuché esta tarde. En cualquier pasillo hay carros chocando y gente desorientada que no sabe por dónde salir. Son almas desamparadas que se arriesgan, sin saberlo, a vagar por este purgatorio de por vida. El final del tormento, para los afortunados que lo encuentran, tampoco es agradable: justo antes del almacén industrial hay una puerta que escupe carros de la compra que sirven para transportar los muebles de las estanterías y que tienen una altura perfecta para que el que viene por detrás de ti en la interminable cola para la caja te destroce, con sus embestidas, los tobillos o las pantorillas mientras esperas pacientemente tu turno para el desplume.


Si conseguís terminar este recorrido por la Divina comedia, saldréis seguro con cien euros menos en la cartera o en la tarjeta y os dirigiréis, creyendo que ha terminado el calvario, al aparcamiento. Ilusos... ahí os espera la guinda: encontrar el coche en un parking tan grande como la estepa rusa, meter todo en él sin romper nada (ni a nadie), dejar el carro en su sitio y salir del centro comercial por carreteras llenas de coches conducidos por gente estresada que deja escapar la ansiedad conduciendo de manera agresiva. Casi con seguridad y por un misterioso motivo desconocido para mí, la vuelta coincidirá con una hora punta del tráfico, con lo que llegar a casa se puede convertir en la gota que colme el vaso infernal del divorcio, del ataque de nervios o del parte amistoso de accidentes.

Si aún así habéis sobrevivido a todo ello, todavía os queda enfrentaros al montaje de los muebles, un proceso que a algunos les resulta entretenido (reconozco que a mí, en el fondo, me gusta) y a otros les puede sumir en una profunda depresión post traumática.

Con todo, es posible llegar al final de este viaje. Os lo aseguro: aunque lo veáis difícil, se puede superar todo este via crucis y no perecer en el intento. Es un proceso de selección donde, como les pasa a los japoneses en Humor amarillo, sólo llegan indemnes los mejores. Con todo, aún os queda la peor parte de todas: la de descubrir, con verdadero horror, que aquella idea genial que tuvisteis para redecorar vuestra vida o para fundar la república independiente de vuestra casa es exactamente la misma en la casa de tu vecino, de tu primo, de tu cuñada o de un amigo que dejaste en Amsterdam.

Ahí es donde reside la verdadera prueba de fuego. Asumir, en cada visita a otra casa cualquiera, que eres una oveja que sigue el patrón de la moda urbana y despertar del sueño de creerte único es un parto dolorosísimo que sólo los más fuertes son capaces de resistir.

Moraleja: si quieres sobrevivir en Ikea, cómprate el tendedero en el chino de abajo. No digo más.