27 abril 2009

Piscina de pudores



Ir a la piscina en Sevilla un día de feria puede ser una experiencia. No porque sea una piscina: supongo que los gimnasios, los mercados, las peluquerías serán lo mismo. Los centros de salud y los bancos, en cambio, tienen que ser otra cosa, que con la salud y el parné no se juega. No me imagino que en ellos pase lo que me pasó esta mañana en la piscina de la Alameda de Hércules y que paso, sin dar más rodeos, a relataros. 

Llegué sobre las 12 dispuesto a hacer mis cuarenta largos. Para ser la hora que era, me sorprendió que no hubiera nadie en los vestuarios. Se oía a la gente a lo lejos, pero no se veía a nadie. Después de ponerme el bañador y dejar mis cosas en la taquilla, subí a la piscina. 

Todo parecía en orden: algunas calles reservadas para los grupos con monitor (formados, sobre todo, por gente mayor) y otras para baño libre. Me zambullí en la de nado rápido y me puse manos y pies a la obra, alternando cien metros a crol con cien a braza y cien a espalda. Todo normal. 

Bueno, todo normal hasta que oigo, entre brazada y brazada, unas castañuelas. ¡Unas castañuelas en la piscina! Ahí estaba, a dos metros del bordillo, una bañista del grupo de natación con monitor tocando sus castañuelas para marcar el ritmo al grupo improvisado de cuatro o cinco señoras, bien entradas en los sesenta, cantando unas sevillanas corraleras al borde del agua. En el medio del corro (o del corral, dado el género del cante) una socorrista con sus bermudas y su cruz roja en la camiseta y una bañista con su speedo de espalda al aire. Habían cambiado volantes por ropa deportiva, tacones por chanclas, pero en lo esencial se estaba liando parda. ¡Una peña de cante y baile a dos metros escasos de una piscina climatizada! Para mear y no echar gota. 

Creo que nunca había visto algo parecido en Sevilla, después de ocho años y medio de amor y odio con esta ciudad única. Cuando decimos que huele a feria no es hablar por hablar. Hay gente que es capaz de llevar todo eso a una expresión pública del folclore popular sin tener en cuenta dónde ni cuándo lo hace. Que se lo digan a los canis en los autobuses que vuelven de la feria a las cinco de la mañana. Y yo que me alegro... aunque tuve que parar unos minutos a respirar porque entre el sofoco de nadar 100 metros a crol a buen ritmo y la risa no es fácil mantenerse a flote en medio de la piscina. 

Poco después terminé mi kilometrito de nado y me fui al vestuario. De nuevo, vacío. Ahora se notaba que había gente por allí, por las taquillas abiertas y las mochilas encima de los bancos. Pero, otra vez, no se veía a nadie. Resulta que estaban todos, los dos o tres nadadores con los que coincidí, metidos en los vestuarios privados para cambiarse sin que nadie les viera sus partes más íntimas. Después de ponerse su bañador o, si ya se iban, su ropa de calle, se abrieron las puertas y salió cada cual dispuesto a seguir con su rutina.

¡Qué ciudad esta, amigos, que es capaz de montar un jolgorio corralero en un centro deportivo y no es capaz de cambiarse, por pudor, en un vestuario masculino! ¡Qué personalidad paradójica la de quien toca sus castañuelas en bañador delante de cuarenta personas y después no es capaz de quitarse un bañador delante de dos personas de su mismo sexo! Me quedo, una vez más, con las patas colgando. Viva Sevilla. 

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